Entonces, en el día de Wesak, una voz me hizo llegar a unos escalones de piedra, luego atravesé una puerta amplia e ingresé en el salón de los mil espejos. Allí elegí uno, particularmente gracioso. En él me veía como me encontraba en ese sueño: un varón de doce años, descalzo, con las ropas sucias. Me sentía cómodo en ese estado. Mi lado conciente añoraba esa manera de ser despojada. Me culpaba pensando que ahora era tan distinta, ¿cómo podía haber cambiado tanto? Enseguida comprendí que uno es todos, y no un personaje aislado.
Era 1740. Estaba en un pueblo al norte de Francia, o al oeste de Alemania. Había muchas calles de tierra, muchas carretas al paso. Yo era un gran viajante, buscaba algo. Algo que recién comprendí el día de mi muerte, sobre un lecho de paja. Antes había sido abandonado por mi madre, pobre e incapaz de criarme. En el orfanato no sufrí como el resto, pues como dije antes, yo estaba despojado. En mi mente fresca solo había un pensamiento: salir a buscar, viajar. En mi decisión permití que vinieras, que escaparas conmigo. Eras mucho más chico que yo, pero te atraía mi manera de ser, querías seguirme, me viste como la salvación ante tanto maltrato. Yo te quería más que al resto, pero no pude rescatarte. Tu miedo te traicionó, o no: tu camino era distinto al mío. En ese sueño nos encontramos y en esta vida nos reconocimos. Ya podemos escapar juntos, viajar juntos y empezar nuestra aventura.
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