Ese día salí corriendo para alcanzar el tren de las 13:47. Me escapé unos cuantos minutos antes en resarcimiento por esas horas eternas del viernes que me hicieron almorzar a las 5 de la tarde ("no es mi culpa que estés de mal humor y almuerces a las 5" -¡¡en realidad eran las 4!!-).
Caminando a zancadas por Tucumán me lo encontré a Frank. "Rápido", pensé, "necesito alcanzar el tren", y nos rozamos para decirnos hasta el viernes. Yo quería saber cómo le había ido salir de testigo en el civil de los amigos, quería ser más amable. Pero no, mis aros estaban apurados, y yo, también.
En el subte de la C, nerviosa y con la esperanza de alcanzar el tren, le mandé un mensaje a Frank: "Perdoname que me despedí tan rápido, no quería perder el tren". Después, subí las escaleras de a dos escalones y corrí cruzando (y no al revés) toda la gente que va de un lado al otro como queriendo que no llegues a tiempo. Con la lengua afuera y con una sonrisa de oreja a oreja, de aro a aro, alcancé el tren. Yo, como de costumbre, quería hacerlo todo a la vez: mi celular me avisaba que tenía un nuevo mensaje. Frank me respondía "Todo bien, debe ser culpa de tus aros malditos". En ese mismo momento, en ese diminuto instante, cuando caminaba rápido por el andén, pegada a los bagones, sentí que mi aro derecho se caía. Lo vi en cámara lenta escubillerse entre uno de los bagones y la línea amarilla del andén: casi a propósito se metió debajo del tren. Definitivamente maldito y perverso. Mi sonrisa no se desdibujaba de mi cara (iba a llegar temprano a casa), pero un sabor amargo por perder mi caravana preferida me quedó en la garganta.
Al día siguiente, ayer nomás, volví a la estación. Esta vez más tranquila: crucé ese punto donde muere la avenida Libertador para renacer en otra, y a paso calmo me acerqué a mi andén. La gente en fila esperaba la llegada del tren, y como las vías estaban vacías, caminé por la línea amarilla con la absurda esperanza de reconocer ese corazón dorado. La gente me miraba, y a mí no me importaba.
Finalmente ¡bingo! Lo vi, dado vuelta, brillando, en el medio de las dos líneas de hierro. Me acerqué a los molinetes y saqué todos mis encantos calculadores, tratando de que fueran lo más naturales posibles: "Hola, cómo estás. ¿Sabés que ayer perdí un aro en las vías y hoy por suerte lo encontré? (Ojitos seductores) ¿Habrá alguna manera...?". El tipo se rió, caminó conmigo y me dijo "mostrame dónde". Caminamos hasta la mitad del andén y ¡voilà! Entre miles de colillas de cigarrillos, botellas de plástico y piedritas negras, mi aro tramposo seguía brillando. En ese momento, el tren de las 13.47 se acercaba hacia nosotros para estacionar. "No hay problema, cuando el tren se vaya, lo sacamos". Y así fue. Mientras el guarda del tren me preguntaba si quería subirme y yo le contaba mi tonta historia, mientras me preguntaba hasta qué estación viajaba y yo le respondía que hasta Florida, y mientras me decía que esa era la estación del amor y yo le decía que no, que de las vacaciones, pasó el rato. Cuando el tren partió, busqué a mi nuevo amigo, que de un salto bajó hasta las vías y caminó para rescatar mi tesoro. "¿Te gusta el chocolate?", le pregunté. "Sí", me contestó con la misma sonrisa de Tévez. Saqué de mi cartuchera el chocolate favorito de Frank, que había quedado en la oficina y que me había guardado para comer más tarde, pra dárselo. Se fue contento.
Yo me di vuelta, guardé mi aro en la cartera y llegué feliz hasta la estación del amor.
1 comentario:
Sos una genia Anyula!!!
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