De Buenos Aires a Iguazú (finalmente conocí el paraíso acuático), de Buenos Aires a Salta (otra vez a visitar a mi gran madre para que me llene de fuerza y de sentido vital) y de Buenos Aires a Mallorca, donde Gaudí me recibió con los brazos abiertos. Sigo en un viaje místico que por las noches y algunas tardes se endulza con la miel de la luna.
Mallorca impresiona desde el avión, cuando intrépido ataca el mediterráneo para mostrarnos las islas y bombardearnos de emociones el alma. Una punta de roca recortada al principio. El precipicio. Desde el avión, desde el acantilado. El mar rompe contra las costas, y peces enormes blancos que bailan debajo de mis pies suspendidos me dan la bienvenida. Me emociono. Lloro. Me siento feliz.
En el aeropuerto mis valijas están aparte porque vienen desde el otro continente. El continente descubierto, conquistado, arrebatado y reivindicado. El continente de la selva y el salvaje. El continente de la barbarie. Me siento india. También europea. Como si saliera de mis raíces para volver a mis raíces. El regreso de una no partida. La partida de mi casa.
Dejé a mis gatos. Hoy los extraño, pero las veces cada vez son menos. Sé que los cuidan y que corren. Que juegan y hacen felices a otros. Que hacen travesuras y que en Buenos Aires los días siguen.
Estamos parando en el carrier de Llums o "Calle del resplandor". Estoy en la calle de la luz. En el centro histórico, al lado del Ayuntamiento, a tres cuadras del palacio que levantó Gaudí. A una de Santa Eulalia. A pasos del mar... Estamos en el último piso de un edificio remodelado. Como vivir en el ático, con ventanas en el techo, con una escalera que baja, con un baño exageradamente grande y una cama que reconforta las noches todavía frescas.
Los extranjeros son plaga. Y la buena comida también. En un minuto se cruza un puñado de calles antiguas y reconstruidas y en otro te babeás por un plato con sabores desconocidos. Todo se vuelve nuevo y a la vez viejo. Como ya haber estado. Como empezar por primera vez. Como volver a empezar...
