sábado, 10 de octubre de 2009

El espejo de Virginia Wolf


Sara está enojada, de mal humor. Para entenderla no hace falta que escuchen sus palabras de queja, piensa. Para entenderla basta con mirar fijo en sus ojos y descubrir de qué color está su iris. La furia los pone gris oscuro, como ahora. Y Damián no ha interpretado la señal. ¿Quién dijo que la comunicación está hecha de palabras solamente? También se puede dialogar a partir de colores. Como algunos animales que cambian según la estación, el terreno en el que se van moviendo o el enemigo que los asecha. En este caso el único enemigo era la sinusitis, que le quitaba a Sara cualquier energía para salir. No tengo ganas de salir y punto. Y mi estado no tiene que ver con vos, simplemente estoy así. La pérdida de gas de la cocina de esta mañana me ha puesto así. El olor de WD40 refritándose en su puerta cuando lo encendí me ha puesto vulnerable. Y no soy perfecta. Por eso te repito una y mil veces que hagas tu vida y que no dependas de mí. Yo estoy tratando de hacer lo mismo, ya no quiero depender de nadie. De hecho me enoja el resto de la gente, que hasta ahora me hicieron depender de ellos. Sara sabía que ellos no tenían la culpa, pero este dolor era necesario para desprenderse un poco.
“Relaciones simbióticas” le había marcado su astróloga. Relaciones que a ella no le permitían sacar al big King Kong que llevaba dentro. Tenía que hacer lo que tenía ganas de hacer, sin medir las consecuencias. Caminar con paso de gigante sin importar lo que quedaba roto debajo de sus garras.
Este enojo es sinónimo de libertad, aunque en este momento la libertad implique estar atada a la cama trabajando. Es lo que Sara tenía ganas de hacer y le daba fuerzas saber que podía hacerlo sola. La soledad era ahora para ella sinónimo de encuentro. De encuentro con ella misma. El espejo de Virginia Wolf, el dormitorio de retiro para escribir. El encuentro cara a cara con un rostro pálido con manchas de sol, de ojos cada vez más grandes y redondos, de pelo teñido de oscuro, cortado por los hombros. Era hora de ponerse en cuclillas frente al inodoro y comenzar a vomitar. Primero una bola de pelos, y después una pata, luego la otra, un torso peludo y negro, dos brazos y, finalmente, la cabeza del gorila gritando con sus potentes pulmones “al fin”. ¿Quién puede detener a un animal de estas características movilizado por el instinto de fortaleza? Sara sabía que en el horóscopo chino era un mono, pero desconocía que su significado fuera tan literal. Es mejor de lo que pensaba, logró balbucear. Y se desmayó.

viernes, 9 de octubre de 2009

Bolitas de carne picada


El pez en el agua cayó de repente. Lo tenía entre mis dedos chiquitos, gorditos. Se me resbaló de golpe, dio una vuelta en el aire, rebotó contra el marco de vidrio y cayó con un plop musical. El pez naranja con rayitas azules se empezó a reír de mí. Su risa me provocó llanto y salí corriendo a la cocina a contarle a Susana. Me echó de un chancletazo santiagueño y con su típico chasquido de dientes postizos y saliva caliente me dijo que no la molestara. Aspiró la bombilla y me dio la espalda. Mamá recién llegaba a las tres y veinte y a mí todavía me costaba leer las agujas del reloj. Mariana me decía tonta y también se reía de mí.
Volví encogida de hombros hasta el frasco. En el agua seguía esa manchita naranja sumergida y caprichosa. Le pregunté por qué se había soltado tan de golpe y por qué era tan cínica conmigo. No cerró los ojos porque los peces no tienen párpados, “pero si los tuviera los habría cerrado” me respondió. Horacio estaba parado detrás de mí. Sentí vergüenza. Me dijo despacito que era una tarada por hablarle a un pez. Se sentó en su escritorio lustrado y le pregunté qué hacía. No me contestó. Sacó sus eddings del estuche transparente y se puso a pintar sobre una canson A3. Le pregunté cuánto faltaba para las tres y veinte. Me dijo que una hora y veinte. “¿Y cuánto dura eso?”. “No sé, un rato”. Un rato puede ser una eternidad, pensé. Me fui a mi cuarto de colchas turquesas, saqué mi trapo de abajo de la almohada y me abracé a él. Cecilia estaba en inglés y Pedro, petrificado, veía He-man.
Cuando Susana se metió en el baño, me escabullí hasta la cacerola y robé un pedacito de carne del relleno de las empanadas. Probé un poco y no me gustó, el resto se lo tiré al pececito para hacer las paces. Ni lo miró. Siguió nadando como si nada. Pensé que era malo y que, después de todo, no tenía corazón. Era imposible que un corazón entrara ahí dentro.
Me quedé dormida en la alfombra roja del hall de entrada. Enrollada en mi trapo y cantando despacito una canción de María Elena Walsh. Hace rato que me había sacado los zapatos y dos hilitos de aguademoco caían por mi nariz. Soñé con angelitos naranjas nadando por el aire. De pronto un galope extraño me pasó por encima. Volvió a pasar y me desperté. Pedro me saltaba de un lado al otro. Grité basta y eso lo incitó todavía más. Volví a gritar basta. Mariana salió del cuarto de Susana, con quien veía la novela de las tres con Andrea Del Boca, y me retó. Me dijo una mala palabra y que no gritara con mi voz de pito. Le dije que Pedro me molestaba. Me tiró del pelo. Me puse a llorar más fuerte, busqué mi trapo para abrazarlo y no lo encontré. En el living Pedro se reía a carcajadas. Parado sobre mi trapo daba saltos bruscos mostrando sus dientes diminutos y filosos. Seguí llorando sin saber qué hacer. Susana salió de su cuarto y nos retó a todos. Le pegó un chancletazo a Pedro que salió corriendo muerto de miedo y de risa. Mi trapo quedó en el piso, lo levanté y despacito me fui hasta el frasco de vidrio. Llorando sin ruido para que nadie más me dijera nada fui hasta el baño del fondo, di vuelta el frasco sobre el inodoro y tiré la cadena. El pececito hacía círculos con el agua hasta desaparecer. Escondí el frasco debajo del lavatorio y me fui a sentar al sillón de madera de la entrada. Esperando a que fueran las tres y veinte.

jueves, 1 de octubre de 2009

En Toscana

Fuimos corriendo directo hacia tu árbol
Me llevaste de la mano hasta su sombra
Nos apoyamos en su tronco añejo
y te pregunté si lo extrañabas

Llorando me dijiste
Que no recordabas su cara

Entonces yo también lloré
Porque vi tus ojos negros
Detenidos en el tiempo

Guardé tu cabeza en mi regazo
Y apreté tu pelo entre mis dedos
La luna se enredaba en mis canciones
Y las chicharras decían tu nombre
Yo canté entre ellas con mi sangre
Que brotaba como escarcha derretida

Volví a nacer en terracota
Como una chiquita feliz
Me tocaste con tu inocencia eterna
Silencioso y sincero
Rompiste el dolor en mil pedazos

Y galopaste contracorriente.
Tus pasos eran mis latidos
Golpes secos que pujan a un niño

Volví a nacer
esa noche, entre el rocío blanco
y la sombra de tu árbol.

Ronquidos y amapolas



I’m sorry, tú me hiciste esto. No he podido pegar un ojo. Y he escrito pequeñas historias. En la primera aparecía tu cara, redonda y huesuda. Tus ojos que hace tiempo ya están verdes (antes eran marrones claritos) y los colores sobre tu piel, importados, carísimos, regalados, pedidos… Una paleta inmensa de colores que en tu cara solo parecen tres, y te quedan tan bonitos.
Me detengo a mirarlos uno por uno, tratando de descubrir cuántos usaste en total y cómo los pinceles fueron pintando tus pómulos, tus labios, tus párpados. Estás preciosa. La más preciosa. La más osada. Una princesita de luz, aunque la princesita era yo; tú eras la princesa.
En mi cuarto azul te extrañé con locura. En tu viaje a los Estados Unidos quise visitarte en sueños, odié tu partida y hasta me sentí abandonada cuanto dejaste que te secuestrara aquel perro. A quien terminé queriendo.
Cuando finalmente cerré mis ojos, soñé con nosotras, éramos dos árboles mexicanos, rodeados de amapolas. Yo podía mirar por debajo de la tierra y ver tus raíces, enredadas con las mías. Tus hijitos sacaban ramitas de mis brazos y las usaban para rascarse la espalda. Marcus se reía mostrando el agujero de los incisos superiores y una pulga de frente prominente me preguntaba “¿por qué?”.
Apoyado en tu tronco estaba él, enrollado sobre su propia cola. Dormía con un ojo y te cuidaba con el otro. Con tus hojas le acariciabas el lomo. Y él cantaba con sus ronquidos.
Papá ronca desde su cama. Él también canta, pero como un barítono. Una vez su propio ronquido lo despertó, le hizo tener sed y lo llevó hasta la cocina por un vaso de agua. En el pasillo infinito de empapeladotapadoporpinturaverde apareció una mujer vestida de blanco, joven y agradable. “¿Tuviste miedo?”, le preguntaste entre risas cargadas de nervios. “No”, respondió todavía poseído.
Unos meses más tarde mamá nos contó que los fantasmas eran buenos, mujeres y aparecían vestidos de blanco, sin provocar estupor o pánico. Yo sabía que no era un fantasma, yo sabía que era ella, otra vez, visitando la que podría haber sido su casa.