jueves, 16 de febrero de 2017

Hay que visitar Irlanda

Esta nota fue publicada en La Palestra Noticias (lapalestranoticias.com). Para verla completa visita aquí


Existe una copia bastante fiel del “Reino de los Cielos”, de ese lugar donde, se supone, iremos después de muertos para descansar… “Si hemos sido lo suficientemente buenos”, lo suficientemente luminosos para llegar a fundirnos con la naturaleza y respirar a través de ella; ser parte de ella, convertirnos un poco en montañas, en campos, en flores silvestres, en árboles, en pájaros, en vacas, en gatos, en perros y en ovejas, en hormigas, en lagos, charcos y mares. 

Algo lejos de nuestra Argentina, pero no lo suficiente como para no intentarlo, está Irlanda. Y atravesarla es fusionarse con todo lo que existe creado por Dios, por esa fuerza suprema que nos invita a formar parte del todo. Irlanda envuelve con su atmósfera verde siempre húmeda y fresca, con la espuma de su mar, con la majestuosidad de las rocas y los acantilados. En Irlanda uno es espectador silencioso y anonadado, pero si pone un poco de sí se puede convertir en “partícula integradora”, es decir, en una pincelada más de esa pintura, de ese paisaje, una gota de aire, una gota de luz. 

Mientras manejábamos (con el volante y la ruta al revés, solo apto para gente despierta) sentí que yo era Irlanda, algo que no me había pasado en ningún otro lugar. Sentía que venía de ahí, que pertenecía ahí, que “finalmente estaba volviendo”. No porque tuviera alguna gota de sangre irlandesa, nada más lejos: sino porque la naturaleza grita de emoción y es dueña de las tierras, y yo tuve la suerte de escuchar el llamado, de oír mi nombre, de dejarme invadir, dejarme morir y volver a nacer convertida en pasto.

Y la gente invita. Las puertas siempre abiertas de esos bares-cueva llenos de historia, donde nace la pinta, la Murphy, la Guinness. Aunque pueden ser angostos, siempre resultan profundos: sus pasillos y cuartos internos de piso y paredes madera oscura son perfectos para perderse y sin querer salir hacia el otro lado de la calle. El “Reino de los Cielos” se llena de espuma espesa, antesala de ese alcohol sabio de trébol de tres hojas. Del trébol que usó San Patricio para explicar el misterio de la Santísima Trinidad hasta convertirlo en emblema del país. 

Las ciudades son pueblos de casas angostas con puertas de todos los colores, las arterias principales de esos poblados que descansan en la ruta están bañados de locales con fachadas de madera pintada, llenos de espíritu mágico, a los que es imposible no asistir, adquirir un gnomo, un hada y salir; y volver a entrar… a un bar. Después de la Guinness se pide el chowder, una sopa de crema, mariscos y hojas de hinojo que cada chef prepara a su gusto, agregando ese toque especial. Vale pedir chowder en cada lugar, porque siempre será diferente y el paladar se sigue sorprendiendo. Adoré la cocina irlandesa.

Llegar a Dublin, visitar el Temple Bar y acompañar al inmortal de Joyce con una cerveza mientras lee su obra maestra, Los Dublinenses; participar de una misa anglicana en la catedral de San Patricio con la majestuosidad de su coro, sus ventanas elevadas por donde entra la luz de Dios, sus bóvedas y su suelo abaldosado; atravesar los puentes del canal central para almorzar en The Brazen Head (declarado el bar más antiguo del país) y llegar caminando a la fábrica de Guinness. Salir de Dublin, atravesar la ruta hasta encontrar las casas de colores en Kerry, al costado del canal en Galway, manejar hasta Moran´s y pedir ostras y comerlas frente al lago, habitáculo de los cuervos negros brillantes, y si se puede dormir en Moran´s. 

Seguir manejando hasta los famosos acantilados o cliff de Moher, antes detenerse en Murrooughtoohy para una foto frente a la inmensidad del Atlántico Norte. Y llegar a Moher… No alcanzan los pulmones para llenarse de su viento, que habla. Grita. Uno es un punto al borde del abismo, la muerte y la vida en una línea trazada por el mar rompiendo en la roca, a kilómetros de altura. Las vacas más afortunadas del mundo (al menos en verano) saludan con sus lenguas largas y sus pestañas rubias. 

Cruzar con el auto en ferry hasta llegar a Dingle, dormir en un bed and breakfast frente a la bahía y tener la suerte de descubrir a su famoso delfín, orgullo de todo dinglinense. Almorzar fish and chips en un puesto de la calle antes de seguir manejando. Pasar una tarde en el Parque Nacional de Killarney con su casa al estilo de Downtown Abbey y llegar al Parknasilla, lugar único y mágico para despedirse de Irlanda: es un antiguo castillo convertido en hotel spa y enclavado en medio de la naturaleza. 

Yo atravesé Irlanda de la mano de Juan P., mi compañero de vida y de ruta, que gracias a su trabajo conocía gente que vive ahí desde hace muchas generaciones. Uno de ellos nos organizó el viaje a través de una planilla Excel, otro nos recibió junto con su mujer en su casa de Kinsale. Con ellos recorrimos la bahía en lancha y nos llevaron a una típica recorrida por bares degustando cervezas locales en su pequeña pero cálida ciudad. 


Así es Irlanda. Atravesarla es como vivir un poco en ella, es como volverse irlandés. Hay algo cálido que no existe en Inglaterra. Hay algo sutil que resuena con uno, al menos si viene de Argentina. Hay algo que atrae y que invita a volver.

Palma de Mallorca, en la isla de la espera

Esta nota fue publicada en La Palestra Noticias (lapalestranoticias.com). Para verla completa visita aquí



Frente a la península ibérica, con un carácter suave y dormido, con cierta ternura y un poco de misterio, dos islas hermanas descansan sin miedo. Mallorca y Menorca son inseparables. Debajo de su piel, a primera impresión tranquila, cada una ha sabido desenvolverse según su propia personalidad, formada según el modo en que los hombres las fueron conquistando. 

Palma de Mallorca es el corazón de la hermana más grande, que irriga hacia la isla diferentes culturas e historias que llegan desde todas partes del mundo; experiencias que cruzan el Mediterráneo en los zapatos y mochilas de los turistas para descubrirla, domesticarla a su manera, convertirla en esclava y verla desangrar. Pero la isla no sangra, se defiende muy bien a pesar del calor. La isla palpita latente por debajo del pavimento, respirando a través de la arena cargada de colillas de cigarrillos y despidiendo su dulce aroma a través de los muros no olvidados de un pasado lejano, a través de sus naranjos casi siempre en flor. 


El Mar Mediterráneo la sostiene en cada borde. Un mar que vive con cierto letargo en la costa española. No es el Río de la Plata ni el mar salvaje de mi costa atlántica. Es un mar como ausente de violencia pero cargado de sueño. Tal vez porque aquí el mar le pertenece a la isla y no a la gente, a los peces que te muerden las plantas de los pies mientras te das un baño, y no a la gente. A las rocas y a las calas sedientas de su sal, y no a la gente. Será que está cansado de la gente y sus conquistas, de las carreras marítimas de romanos, árabes, ingleses y españoles para adueñarse de un pedacito de la tierra que con tanta dedicación aloja. Este mar ignora a su gente, está cansado y descansando. Está durmiendo para siempre.

El mar en Argentina es diferente, todavía no envejeció lo suficiente o acuna cierta violencia, la violencia del joven que se revela. Allí los conquistadores no han sido grandes marineros, más bien surgieron de la tierra; murieron y volvieron a ella. Es verdad. En mi país el mar y la gente tienen una conexión profunda: el hombre conquistado se siente atraído por la ola inmensa y encuentra consuelo en el dolor de su espuma. Alfonsina en Palma jamás lo habría logrado. 

Sé que Rubén Darío vivió en Palma algún tiempo y dicen que parte de su obra más rica se escribió en estas tierras. 

Yo no soy Alfonsina ni Rubén Darío. A mí este mar me envejece, tal vez por eso de que fue domesticado hace siglos. Es un mar cansado, que a mí me cansa. O quizá me cansa porque en estas orillas yo espero, y estoy ya un poco cansada de esperar. Rodeada de palmeras sedientas, de esos gigantes desflecados que bailan una danza “shaabi”, espero el momento de seguir esperando, sabiendo que volveré a esperar. 

Vivo seis meses esperando volver dentro de seis meses, año a año. Aprendiendo a esperar. Y me voy mezclando con la isla, alejándome de los turistas: papándolos como moscas, esquivándolos como en un eslalon hasta llegar a la meta. La meta es la isla y su gente autóctona, su cielo y sus calles; la meta es desarmarme en sus montañas y trepar hasta su sol. Hacer silencio, para deshacerme en la espera, dejar de ser yo, convertirme en la isla y en sus gatos hambrientos, en sus ratones nocturnos, en sus gorriones y palomas, en sus lagartos, en sus cangrejos, en sus gaviotas. 


En Palma espero y voy dejando de ser yo misma; me voy convirtiendo hasta dejar de ser yo. O ser yo más yo que nunca. Como quien navega en solitario, rodeada de palmeras, en esta isla empecé a navegar soledad adentro. Abriéndome hacia el origen de la creación, en busca de ese ser más grande que nace y muere en la misma naturaleza, y vuelve a nacer en la tierra y en el mar, en el cielo y en la montaña, en el sol y en la luna. Y en cada uno yo.