martes, 27 de julio de 2010

Noche de alguaciles

Hacía años que no se veían. Se habían seguido sin señales ni rastros por Internet (se espiaban en Facebook y leían hasta la última palabra insertada en sus respectivos blogs), pensándose, recordándose en los años dorados del pasado. Entonces ella le escribía cartas y poemas y él le contestaba con miradas profundas y besos silenciosos. Sí, él le regalaba su tiempo y presencia, cuando estaba de buen humor y conectado con la realidad. Ella, su alma.
Finalmente, el día menos imaginado por los dos, en el 29 que va para Olivos, se encontraron. No tardaron en sonreírse. Él se levantó del asiento, ella nunca se sentó. Hablaron de sus vidas, de todo lo nuevo. De lo nuevo de él, de lo nuevo de ella. Él tenía menos pelo y más barba, ella más arrugas en los ojos.
No estaban apurados, porque de pronto, el tiempo se había detenido, las urgencias ya no importaban. Se bajaron y estuvieron de acuerdo en tomar un té ella, un café él. Compartieron un tostado de queso y tomate, hablaron de esos años dorados y de cómo el bronce había opacado su historia de amor mal terminada. Recordaron esa noche mágica en la que los alguaciles habían invadido ese barco amarrado, convirtiendo el aire pesado del verano en una brisa de vibraciones y pasión. Se dieron la mano y prometieron seguir escribiéndose, de vez en cuando, de cuando en vez...

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