viernes, 9 de octubre de 2009

Bolitas de carne picada


El pez en el agua cayó de repente. Lo tenía entre mis dedos chiquitos, gorditos. Se me resbaló de golpe, dio una vuelta en el aire, rebotó contra el marco de vidrio y cayó con un plop musical. El pez naranja con rayitas azules se empezó a reír de mí. Su risa me provocó llanto y salí corriendo a la cocina a contarle a Susana. Me echó de un chancletazo santiagueño y con su típico chasquido de dientes postizos y saliva caliente me dijo que no la molestara. Aspiró la bombilla y me dio la espalda. Mamá recién llegaba a las tres y veinte y a mí todavía me costaba leer las agujas del reloj. Mariana me decía tonta y también se reía de mí.
Volví encogida de hombros hasta el frasco. En el agua seguía esa manchita naranja sumergida y caprichosa. Le pregunté por qué se había soltado tan de golpe y por qué era tan cínica conmigo. No cerró los ojos porque los peces no tienen párpados, “pero si los tuviera los habría cerrado” me respondió. Horacio estaba parado detrás de mí. Sentí vergüenza. Me dijo despacito que era una tarada por hablarle a un pez. Se sentó en su escritorio lustrado y le pregunté qué hacía. No me contestó. Sacó sus eddings del estuche transparente y se puso a pintar sobre una canson A3. Le pregunté cuánto faltaba para las tres y veinte. Me dijo que una hora y veinte. “¿Y cuánto dura eso?”. “No sé, un rato”. Un rato puede ser una eternidad, pensé. Me fui a mi cuarto de colchas turquesas, saqué mi trapo de abajo de la almohada y me abracé a él. Cecilia estaba en inglés y Pedro, petrificado, veía He-man.
Cuando Susana se metió en el baño, me escabullí hasta la cacerola y robé un pedacito de carne del relleno de las empanadas. Probé un poco y no me gustó, el resto se lo tiré al pececito para hacer las paces. Ni lo miró. Siguió nadando como si nada. Pensé que era malo y que, después de todo, no tenía corazón. Era imposible que un corazón entrara ahí dentro.
Me quedé dormida en la alfombra roja del hall de entrada. Enrollada en mi trapo y cantando despacito una canción de María Elena Walsh. Hace rato que me había sacado los zapatos y dos hilitos de aguademoco caían por mi nariz. Soñé con angelitos naranjas nadando por el aire. De pronto un galope extraño me pasó por encima. Volvió a pasar y me desperté. Pedro me saltaba de un lado al otro. Grité basta y eso lo incitó todavía más. Volví a gritar basta. Mariana salió del cuarto de Susana, con quien veía la novela de las tres con Andrea Del Boca, y me retó. Me dijo una mala palabra y que no gritara con mi voz de pito. Le dije que Pedro me molestaba. Me tiró del pelo. Me puse a llorar más fuerte, busqué mi trapo para abrazarlo y no lo encontré. En el living Pedro se reía a carcajadas. Parado sobre mi trapo daba saltos bruscos mostrando sus dientes diminutos y filosos. Seguí llorando sin saber qué hacer. Susana salió de su cuarto y nos retó a todos. Le pegó un chancletazo a Pedro que salió corriendo muerto de miedo y de risa. Mi trapo quedó en el piso, lo levanté y despacito me fui hasta el frasco de vidrio. Llorando sin ruido para que nadie más me dijera nada fui hasta el baño del fondo, di vuelta el frasco sobre el inodoro y tiré la cadena. El pececito hacía círculos con el agua hasta desaparecer. Escondí el frasco debajo del lavatorio y me fui a sentar al sillón de madera de la entrada. Esperando a que fueran las tres y veinte.

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