jueves, 26 de noviembre de 2009

Tacones lejanos (y déjenme en paz)



Con sus tacos de vinilo animal print y cargada de pintura atravesó la puerta de entrada. Yo la había visto una tarde sin su base, sin sus sombras, sin su rimel ultrapuesto. Y la verdad, me asusté. Tenía muchos años más de los que decía, sabía cómo ocultar la vejez cada noche que me veía y no sé por qué necesitaba compararse conmigo; como si estuviéramos en un eterno concurso de belleza y los jurados eran todos los que nos rodeaban. A mí me incomodaba tener que participar de esa clase de torneos. Hace rato que me había bajado de esa calesita de carteras y collares.
La primera vez fue en Il Mondo di Bambini, cuando Yésica caía a la salita de cuatro con sus pulseras de Barbie y su carterita fucsia haciendo juego, adentro de ella llevaba un rouge rosa y sombras celestes y naranjas. Yo la miraba de lejos para analizarla e intentar comprender por qué una chica de mi edad que ni siquiera sabía el abecedario podía entrar al jardín con cartera y tacos. Lo más raro de todo era que me miraba, ¡me comía con su mirada! Esa tarde quise llegar a casa rápido y abrazar a mamá. Era la primera vez que alguien fuera de casa me atacaba con su mirada… ¡y yo no le había hecho nada! Fue mi primera experiencia de odio femenino y por eso la puse en mi lista negra. La encabezó. Yo solamente quería ojear con Ingrid su revista de historietas de los Pitufos. Pero Yésica no hacía más que buscarme para desfilar delante de mí con su carterita… ¿Entonces yo también tenía que comprarme una? ¿Tenía que pedírsela a mamá? Claro que no; en esa época una de las cosas que me hacía más feliz era llegar a casa y jugar con los peluquis de Pedro o esperar a Mariana de sus clases de inglés para arreglarles los dientes a nuestras muñecas.
Yésica pasó a la historia. Pero en el Mallinckrodt apareció Josefina. Con su cartuchera de kelen XL (no, la de tres pisos ya había pasado de moda, ahora había que tener una bien grande tamaño oficio), sus carandache y su birome de mil colores. ¡Claro que quería todo eso! Pero podía vivir igual, y lo sabía. Solo tenía que atravesar la puerta de casa y sentir que todo eso había terminado. Aunque la mirada fulminante de Josefina, todavía no comprendo por qué, me perseguía hasta en sueños. Después llegaron Florencia, Sofía, Jimena… ¡Y yo no les hacía nada! Por las dudas ni les hablaba, para no incomodarlas.
Finalmente, cuando creía que todo había terminado, apareció ella… Sí, con sus ridículos tacos de vinilo animal print y sus mil y una bases, sombras y delirios. La primera vez que la conocí descubrí la misma mirada de Yésica, repetida en los ojos de Josefina, de Florencia, de Sofía… Lo único que quería era dar la vuelta y bajar las escaleras mecánicas. Supe que sin conocerme me odiaba, y que nunca iba a dejar de odiarme. Al principio pensé que podía luchar eternamente contra eso, pero con el tiempo me cansé. Traté de entrar en su juego pero me quedaba sin energía. Sus concursos de belleza me empalagaban. Yo hace rato que había elegido: ¡Quería ser yo! Y que nadie más me molestara… Había renunciado a los tacos eternos de lunes a lunes, a las mil horas enfrentada al espejo para delinear los dos ojos iguales y marcar pómulos con una brocha e iluminar mentón y nariz, a los estampados llamativos y a los excesos de equipaje…
Esa noche mientras todos comíamos me levanté, agarré mi copa de vino y, parada, me detuve hasta donde estaba sentada. Lentamente se la vacié sobre su peluca dorada. Nadie dijo nada, ni siquiera ella. Después de un rato largo de silencio me miró y me hizo tres preguntas: ¿Qué estudiás? ¿Dónde trabajás? ¿Cómo está tu familia? Esa misma noche nos hicimos amigas.

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