viernes, 27 de noviembre de 2009

Papa-frita!


Fuente, M. Duchamp.

(Para todos mis caquitos)

>> En el tren ya venía pensando en el táper que había dejado en la heladera hace dos semanas con dos papas adentro. Llegaba al trabajo primera que todos y algo tenía que hacer con eso. Fernanda se iba a tomar la mañana para hacer sus trámites de embarazo. Juan recién llegaba a las 10 y Franco… Franco todavía no tenía horario. Miré a la parejita de siempre, que todas las mañanas se besuquea en los asientos que miran para atrás. Los detestaba con ese pegoteo constante. ¡Y no me interesaba conocer sus papilas gustativas! Pero por alguna razón no podía dejar de mirarlos. En el otro costado, la cumbia latosa que salía de la chica que estaba al lado de mí se clavaba en mis tímpanos como escarcha. A las 8.40 ya estaba estresada.

Salí del tren y caminé rezagada para no saludar al de barbita que me hablaba camino a la oficina. Arranqué con la mirada fija en mis zapatos. Las manos en los bolsillos. La boca inundada de bostezos. En el edificio con galerías y sin jardines me subí enojada al ascensor. “Piso 19” le dije al de al lado de los botones, y controlé que las noticias de la pantalla del modernísimo elevador no tuvieran errores de gramática. “Es inevitable”, pensé, y fastidiosa, con un ladrido de “buen día” saqué las llaves y marché sigilosa hasta la puerta C. Dos vueltas en la cerradura de arriba, dos vueltas en la cerradura de abajo, un empujoncito de hombro, prender la luz, desactivar el contestador y prender la compu. Ahora al baño, lavarme las manos, sacarme las lagañas que se reproducían caprichosamente y controlar que el descontrol de mi pelo se resignara un poco. Ahí volví a acordarme. ¡El táper! Abrí la heladera con la nariz cerrada y procurando respirar por la boca. “¡Qué baranda!”. Iba a infectar toda la oficina, y no daba. Era lunes… Entonces mi mejor idea saltó de mis neuronas. Pobres. Dejé caer las dos mitades de papa por el inodoro y apreté el botón. El agua empezó a trepar… Me hice la gil y revisé los mails. Al ratito me acordé y volví a tirar la cadena. Nada, el agua seguía subiendo en cascada…

Me relajé. Hice café y empecé a tipear, respondí mails, completé un artículo para el news de un banco, hice un excel con “entradas” y “salidas” de “capitales” personales… Hasta que escuché la metida de llaves del lado de afuera. “Ojalá no sea el jefe”. Por suerte. Juan se sacó los auriculares, pero seguía bailando al ritmo de su reggae y de sus infinit espejados. Con su sonrisa de galán me saludó como si fuera viernes. Yo, como si nada, le confesé: “Tapé el inodoro”. Claro, era obvio, su reacción fue nula. Se sentó en la compu de Franco y le puso play a su lista preferida de canciones… Me arrepentí de no haberlo hecho yo antes. Y claro, cuando tuvo que ir al baño, su puteada…

Cuando llegó Franco una ola de risa empezó a invadirnos. Que cómo se te ocurre tirar eso, que cuando venga el jefe qué le vamos a decir, que tenés que tirar agua hirviendo, que levantate y volvé a tirar la cadena. Las horas fueron pasando y yo tenía que irme a Aeroparque para una reunión en Córdoba. Hasta que otra idea brillante invadió a Franco. Tendrías que probar deshacer las papas con algún palito. Juan contó alguna anécdota avalando la idea y yo proseguí a actuar. Revisé en todos lados de dónde podía sacar un alambre, un tubito, algo curvo –y largo– que pudiera escabullirse por el hueco de mierda. Al final probé con una percha. Tuve que sacrificar una de las fuertes. La desenrollé y –mangas arremangadas y actitud de plomero mezclada con MacGyver– empecé a empujar, a remonver, a tirar otra vez la cadena, a volver a meter el alambre. Encima había espuma por todos lados, porque quince minutos antes Juan me había dicho que le tirara detergente, “para que resvalen, corazón”. Pero nada. Todo era inútil. Los minutos y las horas seguían su curso y el remise ya estaba abajo esperando para llevarme al avión. Por suerte el jefe seguía sin aparecer. Me despedí de los chicos y la llamé a Fer para darle el parte de situación. Entre risas de “qué boluda” me tranquilizó. Yo, obviamente, confié en su infinita y misericordiosa eficiencia.

Entre los aromas somnolientes del free shop me olvidé del asunto. Hasta que una mujer gorda que le gritaba a su marido con todo su cuerpo me hizo pensar en una gallina. La gallina me hizo pensar en un pollo al spiedo. El pollo al spiedo me recordó las papas al horno que cocina mi suegra. Las papas se me hicieron agua a la boca. Y el agua, y las papas… ¡El inodoro! Marqué rápido el celular con las manos temblorosas. No quería escuchar lo que había pasado en la oficina después de mi partida. “Anyula”, me dijo Fer bajito. “Quedate tranquila”. “Decime qué pasó Fer, estoy preparada”. Con el jefe a unos metros, me contó en clave (yo tenía que ir armando las frases y ella me respondía “sí”, “no”, “ajá”) que había llegado el plomero. Que cuando se enteró de que lo que había eran papas (todo en confidencia para que el jefe no se enterara), apuntó con los ojos al techo. “Hay que desermar”, suspiró con los hombros encogidos. Después de eso, nadie dijo nada. Y yo dejé de tirar comida por el inodoro. <<

3 comentarios:

Nico Chernobilsky dijo...

jajaja , todo esto paso de verdad??? que terrible!! que no te pase! por eso no hay que usar los baños en los trabajos.

Juancito dijo...

jajajjajaaaa.... Genia anyulita...
Nunca dejes de bailar al ritmo del reggae...

LET IT FLOW... Juancito

Fer dijo...

infinita y misericordiosa eficiencia??? Te recuerdo que lo único que hice fue llamar al plomero! Era tan simple como eso! Lo de la percha nunca me lo confesaste!!!! jajajaja Mi vida... todavía me estoy preguntando cómo se te ocurrió tirar la papa...