sábado, 7 de mayo de 2016

En Palma nuevamente, donde las olas no se hacen oír pero los tacos resuenan contra la piedra milenaria de las pequeñas calles del casco antiguo. Palma me recibe como una inquilina que ya ha venido y que la ha tratado muy bien, Palma me recibe suave y contenta para que vuelva a habitarla. Nos acoge una casa más grande, pero más vacía. Con ventanas grandes que dan a una de esas pequeñas calles transitada por alemanes e ingleses, eslovenos y quién sabe qué más. Por suerte es una calle algo escondida, un "carrer" -como se dice en mallorquí, dialecto del catalán- que dura muy poco, que si se lo mencionas a un taxista de toda la vida lo desconoce, que si se lo nombras a tus viejas compañeras de antaño, antiguas isleñas, tampoco tienen idea de dónde queda. Pero la zona es perfecta, por suerte solo se oyen las campanas de la misa de ocho que comienza a dos "calles" (no cuadras), y no las del ayuntamiento que sonaban cada quince minutos, todos los quince minutos de los siete días del año, sin descanso. También los postigos antiguos son mejores, por las noches no pasa ni un poco de luz. El baño de nuestro cuarto tiene una ventana mediana, de madera con dos alas, y justo debajo un farol colonial amurado del lado de afuera, en la calle, ilumina desde allí nuestra cama, nuestras mesas de luz, nuestro ropero. Luz amarilla, como de vela brillante. Es un ensueño, y el sueño llega cuando cierro también los postigos del baño, y la puerta del baño de dos hojas de madera con vidrio opaco. Del otro lado hay una pequeña terraza que da al pulmón de una manzana descuadrada, trazada por edificios también muy viejos. Todos postigos de madera cerrados, atrapados en una muralla amarilla, la típica imagen de uno de los laterales de una plaza mayor española. Hay una palmera muy alta, resabio de la vida morisca. Cuando hay mucho viento la palmera baila a lo alto, agitando sus brazos verdes, cantando una melodía que dice "ya llega el calor para instalarse y entonces dejaré de moverme". Porque ahora hace frío y hoy está nublado y la llovizna se instala. No parece la Palma del calor pesado. Parece más la Buenos Aires que dejé hace unos días. Y el resfrío no tarda en llegar, un poco por algunas tristezas que quisiera acompañar, unos dolores que quisiera ayudar a parir, pero estoy lejos. Y esto es lo que me toca a mí hoy. Vivir la distancia, atravesarla y empezar de nuevo, seguir de nuevo. Ahora no se oye nada más que el tic tac del típico reloj de borde metálico y palitos negros comprado en Ikea (en mi cocina tengo el mismo), no escucho pajaritos, no escucho miauusss. Es raro estar sola y no tener a mis gatos cerca, es raro estar lejos pero sentirme allá todavía. Insisto con mi teoría de que el alma tarda en trasladarse, el alma se apretuja y, como a los gatos, le cuesta adaptarse verdaderamente al nuevo ritmo. El alma no puede negar, el alma no puede tapar. Por eso el cuerpo se resiente y queda tensionado.
Ayer fue Luna Nueva en Tauro. Ayer desparramé las cenizas de mi carta dedicada a Abita, a Ita, a Sisita, a Beba. Ayer enraicé mis sueños, esparcí unas semillas de girasol por el patio trasero, donde hay un parque chiquito con algunos arbustos y tierra fértil. Ayer lloramos el dolor ajeno y nos consolamos con una comida suave y rica, y con algo de jazz. Dylan me dio las buenas noches cuando salía de su colegio en Austin, a siete horas reloj de distancia. Ahora me toca ordenar el cuarto número dos y si deja de llover un poco me voy caminando hasta el mar para recibirlo a él, el que me lleva, el que me trae, el que me saca de lo cómodo, el que me moviliza cuando ya pienso que me consumen las arenas del letargo, el que me consuela y me necesita. Seguimos adelante aunque hoy no sienta fuerzas, aunque la novedad sea no tener novedad. Allá vamos, encaramos la tarde, aunque allá sea la mañana. Ya no espero, solo me dejo llevar. Porque "quien espera desespera" y solo toca vivir cada minuto, saborearlo, aunque a veces "sepa" amargo.

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